La independencia y la comida

Los inicios del siglo XIX y su cultura alimentaria.

Edmundo Escamilla / Yuri de Gortari

Cada que se acerca la celebración de nuestra Independencia, recordamos a los insurgentes que lucharon por hacer de México una nación libre; y vienen a nuestro pensamiento personajes como: Miguel Hidalgo, Morelos, Guadalupe Victoria, Leona Vicario, Vicente Guerrero, Josefa Ortíz de Domínguez y la Güera Rodríguez, entre otros muchos; recordamos el grito de Dolores, a la Corregidora de Querétaro encerrada en su recamara tratando de enviarle un mensaje de alerta a Allende; recordamos a Guerrero y a Victoria librando sitios: o a Morelos redactando los “Sentimientos de la Nación”. ¿Pero qué sabemos de su vida cotidiana, del día a día, de lo que comían o la música que escuchaban, no solo ellos, sino los miles de mexicanos anónimos, antepasados nuestros, que los acompañaron en esta gesta?

 

¿Nos hemos imaginado a doña Josefa Ortíz cocinando; o a Leona Vicario disponiendo la mesa para recibir visitas? ¿Qué comían los habitantes de ciudades como Querétaro o Puebla hacía 1810? ¿Cómo eran las cocinas de aquel entonces? ¿O qué se comía en un día de fiesta? Por supuesto que, para inicios del siglo XIX, no había casas de banquetes y las bodas se celebraban en desayunos con tamales; la comida de los grandes eventos era encargada a monjas de distintos conventos a los largo de todo el país, hecho que nos hace recordar la rica tradición gastronómica que durante muchos años se forjo en dichos recintos en los que se crearon algunos de los platos emblemáticos de la cocina mexicana.

 

 

Otra pregunta que se nos antoja interesante: ¿en qué espacios públicos se comía? Recordemos  que el concepto de restaurante -  el salir a comer a un establecimiento, en familia o con un grupo de amigos - era una actividad que se empezaba a popularizar en Europa con el crecimiento de la clase media. En México, un país en el que la vida era sumamente religiosa, el salir a comer a un restaurante era una costumbre casi inexistente; hacía muy pocos años que en la ciudad de México se habían establecido los primeros cafés, sin embargo resultaba impensable las mujeres asistieran.

 

La gente comía en casa y los días de fiesta religiosa salía a las plazas públicas y a los paseos a festejar. En la ciudad de México la gente paseaba o daba la vuelta por el nuevo paseo de Bucareli, la Alameda Central, el paseo del canal de la Viga, en donde se ofreció a la venta una gran variedad de antojitos y bebidas. Por otro lado existían los mesones que servían comida a los hospedados y a los señores que asistían a jugar a las cartas o a los dados.

 

Pero además recordemos que la sociedad virreinal estaba dividida en castas, por lo que la dieta de las personas iba de acuerdo a la casta a la que pertenecían, por cuestiones culturales o económicas. Mestizos e indígenas comían con tortillas y una dieta basada en la milpa, el poli cultivo base de nuestra alimentación desde la época prehispánica: chile, maíz, frijol y calabaza. Claro que la población indígena era muy mesurada en sus hábitos alimenticios, mientras que los mestizos ya consumían mucho más el dulce; vale mencionar que dentro de la comida prehispánica prácticamente los alimentos dulces, como postres no se acostumbraban y que a lo largo del virreinato sus hábitos alimenticios  se transformaron muy poco.

 

 

La población mestiza y otras castas, ya tenían una dieta más fusionada; así, la gente acostumbraba despertar a las cinco de la mañana con una buena taza de chocolate o atole; a las diez de la mañana almorzaban de manera sustanciosa un buen guiso de carne y frijoles; a las dos de la tarde - la hora de la comida - ya estaba establecido, más o menos, nuestro menú actual compuesto de sopa aguada - por lo general un buen caldo de gallina o de pollo con mucho limón y chile verde, después venía el segundo tiempo con la sopa seca - arroz o fideo,  como plato principal, un mole, manchamanteles, alcaparrado o estofado - algún guiso de carne de res, de cerdo o de gallina - y la tradición de comer frutas al terminar la comida o un exquisito postre de platón. Ya para las seis de la tarde antes de rezar el rosario, se acostumbraba una merienda con chocolate y pan de dulce, o algunos rosquetitos; y por ahí de las diez de la noche venía la cena, también acompañada de un buen plato fuerte y, por supuesto, los frijoles que no podían faltar en ninguna mesa.

 

A la llegada de los españoles a nuestro territorio, ya existía toda una gastronomía consolidada, compuesta de platillos que hasta nuestros días constituyen la cocina mexicana, como por ejemplo: tortillas, tamales, tlacoyos, mollis, pozole y clemoles, que con la llegada de nuevos productos se mestizaron y enriquecieron, como es el caso de los tamales, a los cuales se les agregó la manteca de cerdo. El tamal era un platillo ritual que se le ofrecía a las antiguas deidades y al integrarle la manteca de cerdo se convertirá en un platillo cristiano pasando a formar parte  de la comida del diario y también festiva.

 

Aunque se comía de acuerdo a la casta a la que se pertenecía, todos los segmentos de la Nueva España consumían en mayor o menor cantidad el chile, el cual ya para la independencia formaba parte de nuestra identidad nacional, al igual que el chocolate. A lo largo del virreinato, para los novohispanos, se vuelve toda una adicción consumir bebidas con cacao, incluso se dice que la madrugada del 16 de septiembre de 1810, la decisión de iniciar la revuelta se dio al calor de un buen chocolate.

 

Al inicio de nuestro movimiento de independencia los novohispanos ya eran charros, contábamos con manifestaciones culturales que se habían entretejido a lo largo de trescientos años de mestizaje,  ritmos musicales como los jarabes y una indumentaria muy propia; pero sobre todo en la comida, ya estaba dada toda una identidad, una identidad forjada en fogones, en donde nuestra herencia indígena, europea, africana y asiática ya habían hecho lo suyo, desde los anafres de los tianguis, pulquerías y fondas; en los braceros de casas particulares, haciendas y conventos.

 

Los antiguos mollis prehispánicos, darán lugar al mole poblano y al maravilloso mole negro de Oaxaca, en donde chiles, chocolate y cacahuate, se mezclan con el ajonjolí, la almendra, pimienta y uva pasa, y claro está los exquisitos aromas del clavo y la canela. El ingenio de nuestro pueblo hará maravillas con la harina y el azúcar llegados en el virreinato, y surgirá nuestra extraordinaria panadería, con su extensa y deliciosa gama de la bizcochería. Los antiguos hornos de tierra con sus pencas de maguey, se utilizarán con los borregos para hacer la barbacoa y, así como estos, cientos de ejemplos más. Para 1810 el criollo hacendado con títulos de nobleza, el indígena y el mestizo estarían hermanados por el gusto de comer picante y tomar atoles o un buen pulque curado de fruta.

 

El movimiento armado inició, y como en toda guerra hubo dos necesidades principales; hacerse de alimentos para la tropa y de armamento. Los campos comenzaron a ser abandonados, así como interrumpido el comercio, por lo tanto en muchas ciudades, sobre todo en las que fueron sitiadas por realistas o insurgentes, la comida escaseó y en muchas ocasiones fue toda una estrategia para lograr la rendición del enemigo.

 

Durante los diez años de movimiento independentista, en las ciudades y pueblos sitiados hubo hambre y falta de alimentos, pero aún con todo y la guerra, esos mexicanos que buscaban su libertad continuaron haciendo su vida cotidiana, celebrando sus fiestas patronales y sus  posadas, tanto en casas, haciendas, en conventos o mercados los fogones siguieron encendidos construyendo,  a fuego lento, la grandeza de nuestra cocina mexicana.

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